domingo, 18 de noviembre de 2012

de San Javier a Santiago

Nosotras vivíamos en las afueras de San Javier (Talca) y teníamos que atravesar
unas viñas para llegar al colegio. Con mi hermana caminábamos todos los días
tres kilómetros de ida y de vuelta por un camino casi entero de tierra, así que los
zapatos nos quedaban empolvados. En el colegio nos exigían estar bien presentadas,
por eso cuando comenzábamos la parte del camino que era de cemento,
nos limpiábamos los zapatos con pasta y una escobilla que teníamos escondida
en el hoyo de un árbol viejo.

Cuando acompañábamos a mi mami a cobrar su sueldo, pasábamos al almacén
de don Daniel, donde mi mami tenía cuenta. El supermercado llegó recién
en el año 90. Mi abuela criaba vacas y chanchos, de ahí sacábamos leche fresca
y carne todo el año. Mi abuelo tenía siembra de porotos; siempre secaba cebollas,
uvas, ají y choclo para el invierno. La mayoría de las cosas que comíamos
las sembrábamos o criábamos nosotros mismos.


Así transcurrió mi vida hasta que entré a la universidad en Santiago. Ahí cambió
todo porque la ciudad más grande que yo conocía era Talca. Yo sabía que Santiago
era grande, pero nunca pensé que tanto. Además, una tiene la imagen de lo que
ve por televisión: las calles grandes y los edifi cios, el paseo Ahumada, La Moneda,
la Alameda, pero conocerlo es muy distinto.

Ahora llevo 15 años en esta ciudad, y he tenido que acostumbrarme a ritmos
distintos de vida, a comprar todo en el supermercado o en la feria cercana, a vivir
en espacios reducidos y ni pensar en plantar un arbolito frutal. En el campo, la
vida es más tranquila, hay más tiempo para todo; los niños están en contacto
con la naturaleza.

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